De qué hablo cuando hablo de tatuar

Me da pena admitirlo, quizás como a todos, pero ha habido muchas veces en las que he querido dejar de intentar.

Cuando tenía 7 años me regalaron un portafolio con materiales de arte para niños. Eran de estos pequeños, de plástico negro y delgado que se rompía fácilmente, con pasteles preciosos que me gustaría tener aún, lápices de colores como los MAPITA, acuarelas que no pintaban del color que prometían y 10 plumones de los cuales 7 siempre venían secos. Mi mamá todavía se acuerda de ese portafolio y de cómo llené la pared de mi abuela de dibujos de flores, según ella, desde ahí supo que nunca pararía. 

De hecho, cuando cumplí 26 años yo sabía que ahí me detendría. Llevo 7 años ilustrando profesionalmente y he tenido muchas mañanas en las que me pregunto: ¿y ahora qué?

Me acuerdo que cuando estaba en la universidad me hacía la misma pregunta, cuando estaba estudiando una carrera que yo estaba convencida de que no era para mí. Diseño Industrial resultó ser el empujón de confianza en que los materiales estaban a mi disposición, que no había absolutamente ningún límite, que podía hacer lo que yo quisiera con lo que me imaginaba, solo necesitaba mis manos. 

A los 26, justo, me di cuenta que sí hay límites. Que cada vez eran más frecuentes mis visitas al fisioterapeuta, que no se acababan porque cada vez que me sentaba a dibujar me tensaba de una forma sobrehumana, porque en realidad no había algo mal en mi postura sino que mi problema era el estrés. Y yo pasé semanas preguntándome por qué lo que nació en mi a los 7 años con mi portafolio de plástico, lo que maduró en mi en la universidad y lo que terminó de florecer en la pandemia de repente no era mi cosa favorita del mundo, se había convertido en el peor peso que mi espalda había tenido encima. 

A los 26 se detuvieron los proyectos de marcas, y los que llegaban me hacían exprimirme el cerebro buscando la forma en la que podía volver a crear una conexión entre mi obra y un producto. Me pesaban los mails sin responder, los proyectos que veía que mis compas tenían, los proyectos que tenía que rechazar porque venían de empresas a las que yo jamás me hubiera acercado. Me pesó la incertidumbre de haber elegido mal, me pesó el dolor de mi brazo, el túnel del carpo diagnosticado, me pesaron las ilusiones, el haber sido la artista promesa de tantas páginas de internet en la pandemia, los memes con los que me relacionaba: “cuando ya no eres artista emergente, ya solo eres artista”, hundirme en los exceles del SAT, el síndrome del impostor, la envidia mal dirigida, me pesaba haberlo logrado y de repente ya no poder gestionarlo. 

Me levanté un día queriendo cerrar la cuenta de Instagram porque estaba convencida de que solo existía ahí. Fantaseé con conseguir un 9 to 5 aburrido y automático, el que soñaba cuando quería estudiar contaduría, imaginé a mis abuelos diciéndome que era mejor así, que ya éramos dos contadores en la familia. Imaginé también que esto nunca hubiera pasado, que nunca me hubieran encontrado, que no me hubiera desvelado en la universidad trabajando, estudiando y durmiendo hasta las 2 am dibujando. Imaginé que me detenía. 

Pasaron varios meses de no decidirme a hacerlo, habían varias cosas que me empezaron a animar a seguir. Empezaron a salir varios copy cats y, ahora me da risa pero, el hecho de ver lo que construí hecho por otras manos me dio el coraje suficiente para volver a tomar un lápiz. Desempolvé mis primeros dibujos, volví a sacar mi sketchbook de cuando hacíamos un Club de dibujo en el café de mis amigos, cuando nos sentábamos a pegar estampitas, cuando aún no había que pagar la renta y no había que contestar a todos los mails, cuando aún no existía el SAT para nosotros, cuando éramos artistas emergentes. 

No sé cómo, pero volví a intentar. Y cuando volví a intentar, fracasé. 

Lo más triste de fracasar, creo, es ver cómo te transformas mientras intentas y no lo logras. Tenía la mente en blanco, no había nada que me hiciera tener ganas de tomar el lápiz, me volví a hundir y lo único que pude hacer fue auto-reciclarme, publicar las cosas que hacía antes, auto copiarme, transformar las ilustraciones que había hecho antes de forma cínica, cambiarles los colores, hasta me dio coraje. Y la realidad es que, decidí que así iba a dejar que muriera, como de forma silenciosa, que pareciera como un accidente inevitable, que dijeran: tenía mucho potencial, era artista emergente y después fue artista y después nada. 

Unos meses después conocí al amor de mi vida y me di cuenta de que sólo sabía escribir y dibujar sobre cosas tristes. Tuve que descubrir cómo hablar sobre algo que me estaba cambiando la vida, volví a tener ilusión intentando compararnos con animales que veíamos en monografías, él me hablaba con poesía y me enseñó un lenguaje que yo no había considerado nunca. Me refugié en palabras nuevas que recordaba que me mencionaba en los poemas que me escribía, en ejercicios que empecé a hacer para poder encontrar la forma de corresponderle. Volví a dibujar para él, porque recordé que es la única forma en la que he comprendido al mundo desde los 7 años, dibujar me ayudó, otra vez, a comprender lo que sentía. 

Sin saberlo, ese mismo amor fue el que también me guió a lo segundo que me salvó la vida. A mediados del año pasado decidimos hacernos un tatuaje juntos. El día que nos tatuamos conocimos a Fátima. 

Creo que aquí es importante hacer una pausa para hablar sobre el destino. Así como recuerdo bien que ese portafolio de plástico tenía dos plumones que sí servían: el rosa y el rojo. Así como la pared de mi abuela era de color menta, el mismo color que intento igualar en los fondos de lo que dibujo. Así como todo siempre nos dirige hacia lo que nos toca vivir, así como dudar también es parte de llegar a lo que tenemos que llegar. 

Así como Fátima estaba ahí ese día y se le ocurrió preguntarme a qué me dedicaba. Así como yo había comprado una máquina de tatuaje en un impulso de hacer algo nuevo hacía dos meses. 

Yo aún no me creo haberla conocido, y la certeza que tuvo al ofrecerse a enseñarme a tatuar. Dos días después yo estaba sentada en la mesa con ella y mis materiales, nunca imaginé estar aquí 8 meses después, escribiendo cómo ese día fue decisivo para que yo no dejara de intentar. Lo único que me explica todo es: el destino. 

Mi mamá une los puntos que marcaban el destino mejor que yo, o tal vez es, también, que uno siempre comprende todo al final. Recuerda el portafolio, recuerda el libro que rayé en la primaria porque me enojaba que fuera blanco y negro, recuerda las paredes de mi abuela y recuerda mi programa favorito cuando tenía 13 años, ese en el que seguían a los artistas en una Tattoo Shop de Brooklyn, recuerda también que mi favorita era la única chica que trabajaba ahí. 

Fátima ha sido luz en el camino de muchos, es obvio para todos, es obvio porque cuando la miran hay agradecimiento y admiración. Fátima tiene una paciencia que no he visto en nadie más, tiene ganas de ofrecer conocimiento no por ser maestra sino porque tiene un amor al arte superior a muchos y quiere ver al arte desarrollarse en otras manos aunque no sean las suyas, ve el tatuaje como un arte que debe crecer en comunidad. Amuleto es una familia a la que tuve el honor de entrar, aprendí de ella y de Ale, de Maye y de Val, vi en ellas a la chica de la Tattoo Shop de Brooklyn a la que admiraba tanto a los 13 años y recordé ese sueño que había guardado en un cajón porque me daba miedo. Hay sueños que nos asustan, que intentamos hacer menos para que no sean una carga más tarde, y hay sueños que con ayuda del destino no te dejan en paz. 

Tatué en pieles sintéticas por meses, me frustré, me convencí de que no era lo mío, me temblaban las manos, me sudaban, me dolía el túnel del carpo, me decía en el espejo que al final no lo iba a lograr, pero por cada vez que lo repetí, Fátima me repitió otras 10 que estaba hecha para esto.

Me convenció de intentar. 

Pasaron otros meses más y sin avisarme, un día, me dijo que ese era el día en el que me iba a auto-tatuar. Me hice unos perritos corriendo, ella no sabe, ni nadie de hecho, pero los elegí para acordarme siempre de huir de mi misma siempre que quisiera huir del destino. Me acompañan desde la pierna, también a veces pienso que soy -yo ilustradora- y -yo tatuadora- aprendiendo a seguirle el paso. Tatué a todos los que me tuvieron la confianza de hacerlo, yo aún no me la creo. 

Le tengo un infinito respeto -y miedo- a la piel ajena. Me sentí con el peso abrumador de dejar una marca para siempre en la cubierta de alguien. La piel es armadura pero también espejo de lo que somos por dentro, me sorprendía muchísimo que eligieran lo que yo hacía para ser parte de este espejo, para comunicar lo que tenían dentro, creo que es sano nunca dejar de sorprenderse por esto. 

Ver mis dibujos cobrar vida cuando las personas se movían con ellos, verlos modificados con el fondo que yo ya no podía igualar al de las paredes de mi abuela, el hecho de que todo puede cambiar entre pieles, la forma en la que el tatuaje se ríe de ti cuando planeaste y planeaste y de repente tienes que reformularte en cuestión de minutos cómo vas a solucionar lo que te ha repetido miles de veces: el tatuaje es un arte cambiante. Me parece precioso, también, que el paso del tiempo igual sea un factor, la forma en que la piel absorbe también tu arte, la forma en la que acompaña, la forma en la que hace recordar a quien lo porta. Por años me había resguardado en lo seguro hasta que de repente encontré más belleza en lo imprevisible.

El tatuaje me volvió a dar humildad, un reto que por momentos pensé que no iba a lograr. Volví a ver el programa que me encantaba para darme seguridad, volteé a ver otra vez a tantas mujeres haciéndose un espacio en un arte que por tanto tiempo había sido liderado por hombres, recordé a la chica que veía con tanta admiración en la tele, lo que soñé que quería hacer pero que guardé en el cajón por miedo. El tatuaje me dio ilusión de nuevo por intentar volver a poner en papel - y en piel - lo que veo en sueños. Volver a construir un mundo, volver a comprender el mundo de la única forma en la que he podido: dibujando. 

El tatuaje y Fátima me salvaron de haber querido dejar de intentar. Me volví a encontrar con un portafolio de plástico de negro, un poco más pequeño al de mi infancia, en el que guardo mi máquina para tatuar. Ese mismo portafolio, creo, fue el que hizo que mi mamá recordara el programa que veía a los 13 años cuando soñaba con ser lo que ahora soy. Según ella, desde ahí supo que nunca pararía. 

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Todos los inicios primero parecen finales,